¿Es posible amar de
igual manera a una persona que nos agrada y a una que nos desagrada? ¿A una que
nos insulta o, a una que nos halaga? No como teoría, sino realmente, como modo de vida? No se trata de ser hipócrita, sino de
verdaderamente, sinceramente, amar a
cada ser viviente como si fuera yo. ¿Es esto posible?
Quizá no lo sea en
nuestro estado actual. Sin embargo, debemos orientarnos en esa dirección, porque nuestra felicidad, y la de los demás,
depende, exclusivamente, de que lleguemos a descubrir en nuestro interior ese
estado de gracia que nos permite amar a todos los seres por igual. Eso es
lo único que puede acabar con el
egoísmo, la prepotencia, la injusticia y todos los males de la tierra. De lo
contrario seguiremos atrapados en una espiral de intolerancia, violencia y
destrucción. Y no habrá otro culpable que nosotros mismos. Nos lo ha dicho
Jesús, nos lo han dicho Buda, Krishna, Sai Baba, Nisargadatta, Osho, Ramana,
Krishnamurti y mil sabios más. ¿Quién más tiene que decirlo para que nos lo tomemos
en serio?
Si no siento a mi
prójimo como uno conmigo mismo, no puedo amarlo incondicionalmente. Lo percibiré
como un potencial rival y no podré bajar la guardia porque, en el momento menos
pensado, podría competir conmigo por techo, comida, pareja o cualquier otra
cosa.
El percibirse como un
individuo separado en un mundo lleno de potenciales adversarios y peligros genera
miedo, tensión, desasosiego; aunque uno no sea consciente de ello. Y la
solución no yace en esperar que el mundo se doblegue a nuestros deseos y
expectativas, sino en DESPERTAR y darnos
cuenta de que este mundo material no es todo lo que hay, sino que existe algo
más, una frecuencia, una vibración sutil, mucho más maravillosa y siempre disponible,
que es nuestra verdadera naturaleza. Es allí, en lo que podríamos llamar el
ámbito sagrado de la existencia, donde se encuentra nuestro verdadero hogar.
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