¿Qué significa esto?
Resulta fácil amar a un hijo, a una esposa, una mascota etc. Son seres tangibles que podemos ver y con los
cuales podemos interactuar y comunicarnos, pero… ¿Dios?
¿Cómo amar a Dios si no
lo podemos ver, ni escuchar, ni tocar?
“Ama a tu prójimo como a ti mismo”, nos dice
Jesús pero - ¿cómo poner esto en práctica?
No es tan difícil, si recordamos
que Dios está igualmente presente en
todo lo que existe. No hay seres, ni cosas, ni nada que pueda existir en
ausencia de esa fuerza que llamamos Dios. Dios es la vida omnipresente,
homogénea, monolítica, que anima y sostiene, desde la partícula sub-atómica más
pequeña, hasta el planeta más grande. Por lo tanto cada persona, cada animal,
cada hoja de hierba, es una manifestación singularizada de Dios.
Si lo vemos de esta
manera, veremos a Dios en todas partes. Y nos será fácil amarlo, porque todos
los seres vivos estamos sujetos al sufrimiento, y agradecemos cualquier gesto
de consideración, bondad, amabilidad o aprecio que se tenga con nosotros.
Podemos amar a Dios amando a sus criaturas: una caricia, una palabra de
aliento, una ayuda, bien sea dada o recibida, es un gesto de amor. Regar una
planta sedienta, dar limosna, enseñar a un niño, acompañar al que está solo, escuchar
con deleite el canto de un pájaro, es amar a Dios.
Estar agradecido por
nuestra casa, nuestra familia, nuestro trabajo; por una hermosa puesta de sol,
por una sonrisa, por un chiste, por un vaso de agua, es ser conscientes del
amor de Dios por nosotros. Analizar y compartir la palabra de Dios también es
amar a Dios.
Cuando tomamos consciencia
de este intercambio de amor que fluye, de Dios hacia nosotros y de nosotros hacia Dios,
se establece una corriente, una relación, que se expande hasta incluirlo todo
y, de la manera más maravillosa, borra la frontera que nos separa de Dios y
cambia nuestra vida para siempre. Y eso es Dios: una felicidad interna, siempre
presente, que no depende de nada y que no puede ser destruida.
Hay tres niveles de relación con Dios. El primer nivel es el más superficial:
Rezamos un poco (generalmente pidiendo favores), vamos a misa de vez en cuando
y poco más. Las personas que están en este nivel no están realmente tomándose
los mandamientos en serio, y necesitan meditar y madurar.
El segundo nivel es cuando anhelamos conocer a Dios de todo corazón y
entregamos cada segundo de nuestras vidas
a buscarlo. Esta búsqueda puede incluir lecturas, conversaciones,
meditaciones, oración, invocaciones y todo tipo de actividades que mantengan
nuestro interés girando en torno Él / Ella. No lo vemos, no sentimos su presencia,
pero nos entregamos a la búsqueda con todas nuestras fuerzas en la certeza de
que, tarde o temprano, seremos bendecidos con una sensación interna de felicidad que nos
revelará su presencia.
En este estado nuestras
energías están orientadas hacia la bondad, la verdad, la compasión, etc. y, por lo tanto, es poco probable que un
individuo seriamente comprometido con estos ideales vaya a poner la política
por encima de su relación con Dios; al
dogmatismo y al conflicto por encima de la concordia y el entendimiento.
El tercer nivel es
cuando nos fundimos en Dios, embriagándonos
con su Amor, haciéndonos uno con Él /Ella. Nos invade la
Bienaventuranza y la Gloria indescriptible del Espíritu, y es en ese estado de
profunda paz que podemos, verdaderamente, amar a nuestro prójimo como a
nosotros mismos porque, en esencia, nuestro
prójimo y cada uno de nosotros somos la
misma sustancia; el factor vivificador y unificador presente en cada ser, más allá de las
apariencias. En este estado desaparecen el miedo y el estrés ocasionados
por el sentido de separatividad, pues la
unidad lo incluye todo y jamás puede
estar en peligro.
Llegar a vivir en este
tercer nivel es el verdadero propósito de la existencia...
No hay comentarios:
Publicar un comentario